Enlace al original: http://www.newyorker.com/news/news-desk/an-american-tragedy-donald-trump
Por David Remnick. 9 de noviembre, 4:40 (hora argentina)
La elección de Donald Trump a la presidencia no es nada menos que una tragedia para la república estadounidense, una tragedia para la Constitución, y un triunfo para las fuerzas internas y externas del nativismo, el autoritarismo, la misoginia y el racismo. La impactante victoria de Trump, su llegada a la presidencia, es un suceso nauseabundo en la historia de los Estados Unidos y de la democracia liberal. El 20 de enero de 2017 diremos adiós al primer presidente afroamericano –un hombre íntegro, digno, de espíritu generoso– y seremos testigos de la asunción de un conservador que poco hizo para rechazar el apoyo de las fuerzas de la xenofobia y el supremacismo blanco. Es imposible reaccionar a este momento con menos que repulsión y una profunda ansiedad.
El futuro depara, inevitablemente, desgracias: una Corte Suprema cada vez más reaccionaria; un Congreso de derecha y envalentonado; un presidente cuyo desdén por las mujeres y las minorías, las libertades cívicas y los datos científicos, por no hablar de la simple decencia, fue demostrado una y otra vez. Trump es vulgaridad sin límites, un líder nacional libre de conocimientos que no sólo hará caer a los mercados, sino que insuflará el miedo en los corazones de los vulnerables, de los débiles y, sobre todo, de las muchas variedades del Otro al que ha insultado tan profundamente. El Otro afroamericano. El Otro hispánico. El Otro femenino. El Otro judío y musulmán. La forma más optimista de mirar este evento lamentable –lo que es todo un esfuerzo– es que esta elección y los años venideros pondrán a prueba la fuerza, o la fragilidad, de las instituciones estadounidenses. Será una prueba de nuestra seriedad y de nuestra determinación.
Al despuntar la jornada electoral las encuestas ofrecían motivos de preocupación, pero traían noticias lo suficientemente prometedoras para los demócratas en estados como Pensilvania, Michigan, Carolina del Norte, e incluso Florida, de que no faltaban razones para pensar en celebrar la concreción de Seneca Falls[1], la elección de la primera mujer a la Casa Blanca. Las posibles victorias en estados como Georgia desaparecieron, hace poco más de una semana, con la desatenta y dañina carta del director del FMI al Congreso sobre la reapertura de su investigación, y la reaparición de términos perjudiciales como “e-mails”, “Anthony Weiner” y “chica de quince años”. Pero las chances todavía estaban con Hillary Clinton.
Al mismo tiempo, Trump parecía la caricatura retorcida de cada reflejo podrido de la derecha radical. Que haya vencido, que haya ganado esta elección, es un golpe aplastante al espíritu; es un suceso que probablemente llevará al país a un período de incertidumbre económica, política y social que todavía no podemos imaginar. Que el electorado haya decidido por mayoría vivir en el mundo de vanidad, odio, arrogancia, mentira e imprudencia de Trump, de su desdén por las normas democráticas, es un hecho que llevará inevitablemente a toda clase de sufrimiento y decadencia nacional.
En los próximos días los analistas intentarán normalizar lo que sucedió. Tratarán de calmar a sus lectores y televidentes con reflexiones sobre la “innata sabiduría” y la “esencial decencia” del pueblo estadounidense. Minimizarán la virulencia del nacionalismo que se ha visto, la cruel decisión de elegir a un hombre que se desplaza en un avión patinado en oro pero que se ha ganado su lugar con la retórica populista de sangre y tierra. George Orwell, el más temerario de los analistas, estaba en lo cierto al sostener que la opinión pública no es más innatamente sabia de lo que los humanos son innatamente bondadosos. La gente puede comportarse en conjunto de forma tan tonta, aturdida y autodestructiva de lo que lo harían individualmente. A veces todo lo que se requiere es un dirigente astuto, un demagogo que se suba al caballo del resentimiento y lo monte hacia la victoria popular. “El tema es que la relativa libertad de la que gozamos depende de la opinión pública”, escribió Orwell en su ensayo Libertad del parque. “La ley no es una protección. Los gobiernos hacen leyes, pero cómo se pongan en práctica y cómo se comporte la policía depende del ánimo general del país. Si hay mucha gente interesada en la libertad de prensa habrá libertad de prensa, aunque la ley la prohíba; si la opinión pública es indolente, las minorías inconvenientes serán perseguidas aunque existan leyes para protegerlas”.
Trump condujo su campaña midiendo el sentimiento de despojo y de ansiedad de millones de votantes, principalmente votantes blancos. Y muchos de esos votantes –no todos pero muchos– siguieron a Trump porque vieron que este hábil actor, que alguna vez fue casi un cero a la izquierda en política, un bufón marginal dado al autobombo en el paisaje bizarro[2] de la Nueva York de los años ochenta y noventa, estaba más que deseoso de hacerse cargo de sus resentimientos, de su furia, de su percepción de un mundo nuevo que conspiraba contra sus intereses. Que fuera un multimillonario de mala reputación no los desalentó más de lo que desalentó el cinismo de Boris Johnson y tantos otros a los votantes del Brexit. El electorado demócrata pudo haber encontrado sosiego en el hecho de que el país se hubiera recuperado sustancialmente en muchas formas, aunque de manera desigual, de la Gran Recesión –el desempleo cayó al 4,9%–, pero eso los llevó, nos llevó, a subestimar gravemente la realidad. El electorado demócrata también creía que, con la elección de un presidente afroamericano y el surgimiento del matrimonio igualitario y otros indicadores similares, la batalla cultural estaba llegando a su fin. Trump comenzó su campaña llamando “violadores” a los inmigrantes mexicanos; la cerró con una publicidad antisemita que evocaba a los “Protocolos de los Sabios de Sion”; su propio comportamiento fue una burla a la dignidad de las mujeres y sus cuerpos. Y, al ser criticado por algo de aquello, lo desmereció todo como “corrección política”. Desde luego que una figura tan cruel y retrógrada podría tener éxito con algunos votantes, pero ¿cómo pudo ganar? Por seguro que Breitbart News, un sitio de conspiraciones canallas, no pudo haberse transformado en una fuente de noticias y de opinión mayoritaria. Y sin embargo Trump, que puede que haya empezado su campaña como un mero ejercicio de comercialización, tarde o temprano se dio cuenta de que podía personificar y manipular a estas fuerzas oscuras. El hecho de que republicanos “tradicionales” anunciaran su desagrado por Trump, de George Bush padre a Mitt Romney, sólo parece haber acrecentado su apoyo emocional.
Los analistas, en su intento de normalizar esta tragedia, encontrarán también formas de menospreciar el comportamiento torpe y destructivo del FBI, la interferencia maliciosa de la inteligencia rusa, el pase libre que le dio a Trump la televisión por cable –las horas de cobertura ininterrumpida y directa de sus actos–, especialmente en los primeros meses de su campaña. Se nos pedirá que confiemos en la estabilidad de las instituciones estadounidenses, en la tendencia a refrenarse que tienen hasta los políticos más radicales cuando llegan al poder. Los progresistas [liberals] serán criticados por presumidos y ajenos al sufrimiento, como si tantos votantes demócratas no conocieran la pobreza, el esfuerzo y el infortunio. No hay razón para creer en esta palabrería. No hay razón para creer que Trump y su banda de socios –Chris Christie, Rudolph Giuliani, Mike Pence y, sí, Paul Ryan– estén dispuestos a gobernar como republicanos dentro de los marcos tradicionales de la decencia. Trump no fue electo con una plataforma de decencia, justicia, moderación, compromiso y estado de derecho; fue electo, principalmente, con una plataforma de resentimiento. El fascismo no es nuestro futuro –no puede serlo, no podemos permitir que lo sea–, pero esta es seguramente la forma en que el fascismo puede comenzar.
Hillary Clinton era una candidata con defectos pero una dirigente con aguante, inteligente y capaz, que nunca pudo superar que millones de votantes la vieran engreída e indigna de confianza. Algo de esto fue el resultado de su propio instinto por la sospecha, desarrollado a lo largo de los años en que fue de un “escándalo” espurio al otro.[3] Y aún así, de alguna manera, sin importar su tiempo y compromiso como funcionaria pública sincera, recibió menos confianza que Trump, un vendehumo que estafó a sus clientes, inversores y contratistas; un hombre falso cuyas innumerables afirmaciones y su comportamiento reflejan a un ser humano de cualidades deplorables: avaro, mentiroso e intolerante. Pocas veces se ha visto a alguien tan egocéntrico fuera de un ámbito clínico.
Por ocho años el país vivió con Barack Obama como su presidente. Demasiado a menudo intentamos minimizar el racismo y el resentimiento que aparecían en la cibersuperficie. Pero el circuito de la información estaba destrozado. En Facebook, los artículos de la prensa tradicional, ajustada a los hechos, lucen igual que los artículos de la derecha alternativa conspiranoica. Los voceros de lo indecible tienen acceso a grandes audiencias. Este fue el caldo de cultivo, con tanto lenguaje misógino, que ayudó a degradar y a destruir a Hillary Clinton. La prensa de la derecha alternativa fue la proveedora de constantes mentiras, propagandas y teorías conspirativas que Trump usó como oxígeno para su campaña. Steve Bannon, una figura clave de Breitbart, fue su publicista y jefe de campaña.
Es una imagen totalmente funesta. Tarde en la noche de ayer, cuando se conocían los resultados de los últimos estados, me llamó un amigo lleno de tristeza, lleno de ansiedad sobre el conflicto, sobre la guerra. ¿Por qué no irse del país? Pero la desesperanza no es la respuesta. Para combatir al autoritarismo, para develar las mentiras, para pelear con honor y determinación en nombre de los ideales estadounidenses –eso es lo que queda hacer. Eso es todo lo que hay que hacer.
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[1] NdT: Histórico congreso sobre los derechos de la mujer realizado en Nueva York en 1848.
[2] NdT: El original en inglés dice jokescape, juego de palabras entre joke (broma) y landscape (paisaje, panorama): el paisaje de la joda.
[3] NdT: Parece sugerir que el propio comportamiento desconfiado de Hillary Clinton la hizo aparecer hipócrita de cara a los electores. La oración original en inglés es igualmente críptica: “Some of this was the result of her ingrown instinct for suspicion, developed over the years after one bogus ‘scandal’ after another”.